La alianza conyugal
La familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial esta visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros días. Sin embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en la familia -que es la más pequeña y primordial comunidad humana- representa la aportación personal del hombre y de la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí, salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al «Nosotros» divino. Sólo las personas son capaces de existir «en comunión». La familia arranca de la comunión conyugal que el concilio Vaticano II califica como «alianza», por la cual el hombre y la mujer «se entregan y aceptan mutuamente».
El libro del Génesis nos presenta esta verdad cuando, refiriéndose a la constitución de la familia mediante el matrimonio, afirma que «dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo, polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Él revela de nuevo el contenido normativo de una realidad que existe desde «el principio» (Mt 19, 8) y que conserva siempre en sí misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma «ahora», en el umbral de la nueva alianza, lo hace para que sea claro e inequívoco el carácter indisoluble del matrimonio, como fundamento del bien común de la familia.